Quizá para mucha gente sea solo un perro, pero hoy mi corazón se encuentra roto por su ausencia. Hace algunos años, sin buscarlo (aunque quizá nuestra alma lo deseaba), llegó a nuestra familia una bolita de pelos: estaba temblando y tenía frío; pero, sobre todo, miedo. Sus ojitos se cruzaron con los nuestros; sus ojos, tan expresivos, comunicaban más de lo que cualquier palabra humana pudiera decir. Entendimos que nos necesitaba. Necesitaba ayuda para no permanecer en la calle, pero necesitaba más a una familia…necesitaba cariño.
Decidimos adoptarlo y lo primero que hicimos fue llevarlo a que lo revisara un profesional. Tenía apenas un par de meses, según nos indicó el veterinario, quien además de revisarlo y brindarle la atención necesaria lo dejó limpio y más hermoso. Lo envolvimos en una chamara y lo llevamos a casa. Desde ese primer día se convirtió en parte de nuestra familia.
Al principio hubo noches de desvelo y aprendizaje mutuo. A falta de costumbre escapaba del espacio que se le había asignado, trepando lo que fuera necesario para estar con la familia. No quería estar solo, le encantaba la cercanía, el contacto; sentirnos cerca y dejarse querer.
Fue creciendo y compartiendo cada vez más experiencias con nosotros, así que no lo sentíamos como una mascota, sino como uno de más de la familia.
Sus ojitos marrones expresaban tanto, como si el mismo universo pudiera mirarme a través de ellos; su colita siempre se movía a toda velocidad al recibirme después de una larga jornada, y su calor me envolvía los pies mientras trabajaba varias horas frente a la computadora. Hoy nada de eso está. Su vacío duele. La ausencia duele. La casa reclama sus brincos tras las pelotas que tanto le gustaban y el pasillo extraña sus juguetes que hoy permanecen quietos en una caja.
Aún recuerdo aquellas noches en las que el insomnio se apoderaba de mí y aquellas en las que mi cabeza no dejaba de darle vueltas a mil pensamientos. Él me acompañaba en esos momentos de difícil sosiego, se acercaba despacito, subía al sillón, posaba su cabeza sobre mis piernas y ahí, en el silencio, me transmitía su calor y su paz hasta que yo, por fin, lograba conciliar el sueño. Ciertos días, cuando la tristeza me invadía o a cualquiera en casa, él acercaba su lomito hacia quien lo necesitaba, brindándole cariño. Traía su pelota favorita para hacerte jugar o se acurrucaba para acompañarte. ¡Cuánto amor y bondad puede haber en esos mágicos seres que sin hablar, te curan el alma!
Como familia, fuimos muchas veces criticados debido a que las salidas se modificaron. Solo íbamos a los lugares a dónde él fuera bien recibido, cosa que se dificultaba, además, por su gran tamaño. Tuvimos que adaptarnos y ayudarle a la gente a comprender la nueva estructura de nuestra familia. Para mis padres la cosa no fue fácil, pues para ellos los perros son mascotas que viven fuera de la casa, en el patio, dónde se les pone agua y comida, se lava su espacio y eso era todo; no hay por qué tener mucha interacción con ellos. Para nosotros las cosas son diferentes, así que tuvimos que entender su postura y aceptar que a la casa de los abuelos no podía ir.
Aunque al principio no lo pensábamos mucho, sabíamos que su esperanza de vida era menor a la nuestra; sin embargo, con toda la energía, alegría y ganas de jugar que tenía, esa realidad pasaba desapercibida. Disfrutaba conocer nuevos lugares y lo demostraba con un peculiar caminar; parecía que brincaba con sus patas traseras mientras levantaba orgulloso la cabeza y las orejas. La primera vez que lo vimos hacerlo fue cuando conoció el bosque, una mañana de otoño; aquél día se descubrió libre, corriendo entre hojas que se rompían bajo sus patas, viendo árboles y los rayos de luz que se filtraban entre ellos; anduvo feliz, invitándonos a jugar con él. También junto varitas, conoció a las ardillas y descubrió un río al que no pudo resistir arrogarse, por lo que terminó lleno de lodo aunque muy feliz. De hecho, todos terminamos igual de sucios, pero contentos, relajados y sonrientes como no habíamos estado desde la infancia.
Llevarlo a conocer la playa era un idea que cruzaba nuestra cabeza, así que unas vacaciones, partimos en el auto. Viajamos durante varios kilómetros, viéndolo, a ratos, sacar la cabeza por la ventana y otros reclamando espacio en el asiento trasero para poder dormir. En ese viaje lo conocimos más, pues nos comunicó sonidos nuevos, tonos en su ladrido que nos indicaron que necesitaba bajar del auto. Cuando por fin llegamos al destino, salimos corriendo para mostrarle el mar. En ese primer encuentro lo miró y se acercó lo más que pudo, pero regresó corriendo a esconderse entre nuestras piernas; sin embargo, al día siguiente corrió a sumergirse entre las olas, a correr en la arena y mirar ansioso los cangrejos que se asomaban en la playa. Ese fue su viaje más largo en carretera. Me hubiera encantado haberle podido regalar más.
Poco a poco, los años pasaron y llegó el momento de su partida. Me parece que él lo sabía y que eligió un día para estar con cada uno de nosotros, y así despedirse sin prisa. Nosotros sabíamos que algo no estaba bien y que se acercaba el momento de decirle adiós definitivamente. Agradecimos cuanto pudimos, lo abrazamos, le dimos su comida favorita, lo acompañamos hasta el último momento. Sus ojitos se cerraron y, entre nuestras caricias, se fue durmiendo hasta encontrar su paz.
No ha sido fácil entender su ausencia, dejar de llorar… no extrañarlo. Tampoco ha sido sencillo escuchar preguntas necias e insensibles, la más común: “¿por qué tanto dolor si solo era un perro?”
Hoy no está conmigo físicamente, pero su calor me sigue llenando el alma, me sigue acompañando al escribir estas líneas en su honor. Sé que, aunque baje la mirada y no lo encuentre junto a mis pies, me acompaña. Me gusta recodarlo al ver esa correa que sigue colgada a un lado de la puerta, esperando salir a pasear. Quizá lo más difícil ha sido recorrer las calles sin él, guardar sus juguetes sabiendo que nadie volverá a esparcirlos por toda la casa.
No sé si el dolor es comparable con el dolor que se siente al perder a un humano, solo sé que duele en su justa dimensión y medida. Duele porque el vínculo que generamos fue muy grande; porque a mí y a mi familia nos enseñó a amar y amarnos de una manera diferente. Algunas personas me preguntan si lo veía como a un hijo y la verdad es que no fue así; pero sé que ambos nos adoptamos para querernos, cuidarnos y acompañarnos durante el tiempo que la vida nos permitió compartir. Hoy no escucho sus patitas tras de mí, ni veo sus ojitos mirándome, ni ladear su cabeza como cuando le hablaba sería; pero lo siento en mi corazón y agradezco haberlo conocido.
Sé que para mucha gente fue solo un perro, y entiendo que por eso me piden que no llore, que lo supere, e incluso me sugieren adoptar uno nuevo como si fuera remplazable; pero para mí y para mi familia fue un compañero de viaje que nos enseñó que el amor no tiene especie, raza, ni forma definida; que el amor llega en cualquier “empaque”, pero que cuando te toca, te transforma.