No recuerdo bien la primera vez que coloqué una ofrenda.
Para mí era una fiesta: flores, papel de colores, pan dulce y risas en la cocina.
Para ella, mi abuela, era un acto de amor.

Yo no conocía a las personas en las fotografías, pero conocía sus historias.
Eran su origen… y también el mío.
Mientras ella y su hermano cocinaban, la casa se llenaba de aromas: mole, atole, dulce de calabaza.
Afuera, el aire olía a cempasúchil y copal.
Y poco a poco, el comedor se transformaba en un altar lleno de luz, color y memoria.

Con los años, la vi hacerlo muchas veces más.
Siempre con esa mezcla de alegría y tristeza que acompaña a quienes saben que el amor no desaparece, solo cambia de lugar.
Hasta que un día, me tocó a mí encender una vela para ella.
Y entonces entendí lo que antes no comprendía: el Día de Muertos no se celebra… se siente.
Es el día en que el alma se abre para recibir, recordar y agradecer.

Cada año, cuando llega el otoño, ese recuerdo me llama.
Sin darme cuenta, repito los mismos gestos que vi de niña: limpio la mesa, acomodo las velas, enciendo el incienso.
El olor a copal vuelve a llenar la casa y el cempasúchil tiñe el aire de oro.
Ya no están mi abuela ni los que la acompañaban, pero al preparar el altar siento que regresan, suaves, en el silencio.

El agua para calmar la sed del alma,
la sal para purificar,
el copal para guiar el camino,
las flores para iluminarlo,
el papel picado para recordar que la vida es movimiento,
y la foto… esa foto que nos devuelve un rostro, una historia, una vida.

No importa si el altar es grande o pequeño; lo importante es el amor con el que se hace.
Cada objeto tiene un propósito, cada aroma un recuerdo, cada color una emoción.
En el fondo, no construimos un altar para la muerte: lo hacemos por amor a la vida compartida.

Con el tiempo comprendí que lo que mi abuela hacía no era solo una tradición:
era una forma de sanar.
Un ritual que le daba sentido al dolor y mantenía vivos a sus muertos en la memoria de todos

Los rituales funerarios han cambiado, pero su esencia sigue siendo la misma.
Antes se ofrecían maíz, flores, hoy colocamos fotografías, cartas, juguetes o los collares de nuestras mascotas.
Cada altar cuenta una historia distinta, pero todos hablan del mismo sentimiento: el amor que permanece.

En tanatología, entendemos que los rituales son puentes entre el pasado y el presente.
Nos ayudan a darle forma al duelo, a transformar la ausencia en gratitud y a recordar que el amor no se mide por la presencia física, sino por la huella que deja.

Los rituales no atan; liberan.
Nos enseñan a seguir viviendo sin olvidar.

Han pasado muchos años desde aquella primera ofrenda con mi abuela, pero la tradición sigue viva.
En su casa, en la mía, en la de mis primos y en la de miles de familias mexicanas.
Cada quien transforma un rincón de su hogar en un pequeño santuario del recuerdo, donde la vida y la muerte se dan la mano.

Y cada vez que coloco una flor o enciendo una vela, siento que ella sonríe desde algún lugar.
Que sigue acompañándonos.
Que el amor no se apaga: solo cambia de forma, de aroma, de color.

Porque cuando amamos de verdad, ni el tiempo ni la muerte pueden llevarse ese amor.
Se queda entre nosotros, convertido en luz.